Hay muchos días en los que nos levantamos y no tenemos nada claro si podremos lograr salir de todo esto, si podremos lograr curarnos realmente algún día. A veces nos cuesta imaginarnos recibiendo duros golpes sin acabar recurriendo a la enfermedad. En esos días nos preguntamos si realmente nos vale la pena hacer todo este esfuerzo. Si nos esforzamos y vemos la posibilidad de volver a caer, de volver a todo lo de antes, ¿será porque realmente yo no soy capaz? Y esto es lo que nos da realmente miedo. Entonces es cuando me planteo si debería arriesgarme y jugar el partido aún sabiendo que puedo perder o quedarme sentada en el banquillo y no responsabilizarme del fracaso de mi equipo. Lo mismo hacemos nosotras con nuestra vida, excusarnos tras la etiqueta de enferma y convencernos a nosotras mismas de que este sentimiento es mejor que el del fracaso.
¿Realmente que perdemos si lo intentamos? ¿Qué pasa si salimos al campo, lo damos todo y aún así acabamos perdiendo? Podemos quedarnos con que hemos fracasado o podemos estar orgullosos de haber dado el máximo y aceptar que se aprende más de las derrotas que de las victorias. Porque podemos darnos cuenta de cuales han sido nuestros errores y aprender de ellos y mejorarlos. Porque realmente perdemos más si no lo intentamos, que si nos arriesgamos y no lo conseguimos. Si sales a jugar vas a vivir muchas más experiencias que si te quedas en el banquillo, viendo como los demás se caen, se levantan, experimentan y aprenden. Tú, mientras tanto, no habrás vivido nada, ni lo bueno ni lo malo, y serás un mero espectador del partido de tu vida. Tú decides. ¿Quieres seguir viendo tu vida pasar, o prefieres vivirla mientras pasa?
Porque la vida tiene buenos y malos momentos, pero al final es tú vida y tú decides como la quieres vivir.
Sal ahí fuera y juega el partido lo mejor que sepas, que puedas y que te apetezca.